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jueves, 11 de agosto de 2011

PERMECULTURE


La permacultura, una opción para la sustentabilidad
New York Times News Service
Miércoles 10 de Agosto del 2011 | 18:36

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Michael Tortorello
New York Times News Service
Como una forma de salvar al mundo, cavar una zanja junto a un montículo de excremento de oveja podría parecer un modesto comienzo. De acuerdo, la zanja no era precisamente una zanja. La intención era que fuera un “canal de drenaje”, un terraplén para reducir la velocidad del flujo del agua al bajar una ladera en una granja sin fines de lucro en el oeste de Wisconsin.
Y los zanjeros, lejos de ser jornaleros, habían pagado 1.300 a 1.500 dólares por el privilegio de poner a trabajar sus palas sobre cemento esquiado un martes por la mañana, a finales de junio.
Nos habíamos reunido 14 de nosotros para aprender permacultura, un sistema simple para diseñar asentamientos humanos sustentables, restaurar suelos, sembrar paisajes alimentarios para todo el año, conservar el agua, redirigir el flujo de residuos, formar comunidades más sociables y, si todo sale de acuerdo al plan, convertir la crisis de recursos que se avecina en la Tierra en una nueva era de felicidad.
Tendría que ser una zanja bastante impresionante.
El curso Permaculture Design Certificate, impartido por Wayne Weiseman, de 58 años, el director del Proyecto Permacultura en Carbondale, Illinois.
Los fundadores del movimiento, Bill Mollison y David Holmgren, acuñaron el término permacultura a mediados de los 1970, como una voz compuesta para agricultura y cultura permanente.
En la práctica, la permacultura es un movimiento influyente, en crecimiento, que va muchísimo más allá de la agricultura sustentable y la horticultura urbana. Se puede ver a permaculturistas colocando bandejas con lombrices y cajas para abejas, estanques hidropónicos y gallineros, escusados para composta y barriles para lluvia, paneles solares y casas de adobe.
Verdaderamente, la permacultura contiene suficientes insignias de ecoméritos para llenar la banda de una niña exploradora. A los permis (sí, utilizan este término) les gusta experimentar con la fermentación, el crecimiento acelerado, el forrajeo (también conocido como recolección de hierbas) y la medicina herbolaria.
No obstante, la permacultura se orienta a ser más la suma de esas prácticas, dijo David Cody, de 39 años, quien enseña el sistema y crea hortalizas urbanas en San Francisco.
“Es una teoría ecológica de todo”, señaló Cody. “Aquí está un planeta Tierra que funciona en forma manual. ¿Quiere ir a dar una vuelta con nosotros?”.
Es difícil decir exactamente cuántos se han subido al buque nodriza. En San Francisco, Cody vio que se presentaron más de 1,500 voluntarios en 2010 para crear la Hayes Valley Farm, una hortaliza emergente cerca de donde se colapsó la rampa de una autopista.
En los últimos cuatro años, Cody ha ayudado a capacitar a 250 estudiantes por medio del Instituto de Permacultura Urbana en San Francisco.
Scott Pittman, de 71 años, quien dirige el Instituto de Permacultura nacional desde una alquería en las afueras de Santa Fé, Nuevo México, estima que de 100,000 a 150,000 estudiantes han terminado el curso de certificación desde que se desarrolló la filosofía en Tasmania hace más de tres décadas. “En Estados Unidos, yo diría que somos de 40.000 a 50.000 de esa cantidad”, dijo.
Sin embargo, no hay listas de miembros ni alguien que levante un censo. Por intención, “ha sido, en todos los años en los que he estado involucrado, un movimiento bastante descentralizado”, dijo Pittman. El mensaje parece salir a su manera, sin publicistas. Mollison, por ejemplo, ha sido la figura principal de la permacultura desde finales de los 1970, y hay cientos de miles de ejemplares de sus libros. No obstante, pareciera que su nombre nunca garantizó una mención en The New York Times.
A la permacultura, dijo Pittman, la “guía un plan de estudios y un sentido de la ética, y eso es más o menos”.
La ética de la permacultura es el Credo de Nicea del movimiento, o la regla de oro: cuidar a la tierra; cuidar a las personas, y un retorno del excedente de tiempo, energía y dinero a la causa de mejorar la Tierra y a su gente.
En su esfuerzo por ser universal, la permacultura no apoya a ninguna religión ni a ningún elemento espiritual. No obstante, unirse al movimiento parece ser una especie de experiencia de conversión para sus practicantes.
Pittman se encontró con Mollison y sus enseñanzas en un seminario de fin de semana en Nuevo México en 1985. La permacultura lo impresionó como un sistema panóptico y de transformación. “Sacudió mi mundo”, señaló Pittman.
Casi ahí mismo, decidió renunciar a su empleo y seguir a Mollison hasta su siguiente parada en su viaje para impartir cursos: Katmandú, Nepal. Poco después, empezó a impartir cursos junto con Mollison en ciudades y pueblos en todo el mundo.
Mollison no ha recorrido Estados Unidos en casi 15 años. A los 83 años, “se ha difuminado en una especie de semirretiro en Tasmania”, comentó Pittman.
No obstante, en los últimos años, las ideas de Mollison parecen haber resurgido de las subculturas para formar parte de la corriente principal.
Es un sistema, sostienen los permaculturistas, que puede funcionar en cualquier parte. Ya que se centra en la siembra cercana y en proyectos a escala humana, la permacultura es idealmente apropiada para patios o jardines suburbanos. Sin embargo, la mayoría de los estudiantes que conocí en Wisconsin tenía su propia visión de los 1.000 arbustos de arándano e ideas de cómo la permacultura podría ayudar a lograrla.
Bruce Feldman, de 60 años, quien fue maestro de Inglés durante dos décadas en ultramar, vivió el colapso del baht en Tailandia (le pagaban con esa moneda), y un terremoto en Japón en 1995, que lo dejó deambulando por las calles durante cuatro días. Estos acontecimientos, dijo Feldman, “hicieron que pensara que debería empezar a prepararme para mi propio futuro”, idealmente, en una hacienda autosuficiente de 1.6 o dos hectáreas en la región de Ozark, en Arkansas.
El sitio de los talleres era un Shangri La de la permacultura en sí mismo: 24 hectáreas de pastizales ondulados y bosques, a unos cuantos kilómetros del río Buffalo en Wisconsin. En 2004, Jeff Rabkin y su esposa Susan Scofield compraron esta granja amish en 125,000 dólares.
El plan original era arrendar las parcelas y construir una cabaña de leños como casa de fin de semana. En cambio, bajo la influencia de la permacultura, Rabkin quedó presa de la idea de manejar él mismo la propiedad. Con este fin, Victor Suarez, de 44 años, un amigo permaculturista y él compraron un pequeño rebaño de ovejas y sembraron 300 árboles frutales y nogales.
En la semana, Rabkin, de 49 años, y Scofield de 48, operaban una firma de márquetin y relaciones públicas en Minneapolis. Ese antecedente es evidente en el nombre pegajoso que le pusieron al lugar: Crazy Rooster and Amish Telephone Booth (Granja el Gallo Loco y Cabina Telefónica Amish).
Sin embargo, la cabina telefónica amish no es ningún ardid. La pareja instaló un teléfono en el cobertizo junto a la casa, y sus vecinos llegan en calesas a hacer llamadas.
Las clases prácticas, por así decirlo, se impartieron en el cobertizo para herramientas. El primer día, Weiseman mostró cómo elaborar biocarbón, o carbón parcialmente quemado, en una primitiva estufa “cohete”, un artefacto que él ensambló con una pieza de conducto y un bote de pintura.
Elementos minerales útiles se adhieren a la estructura molecular única del biocarbón, explicó Weiseman. Mezclado con composta, es un gran aliño para los árboles.
Luego, empezó a llenar una cubeta de plástico con té de composta que bombeó de un acuario (“hasta el petróleo tiene un sitio en la permacultura”, dijo. “La cubeta de cinco galones es la más grandiosa aplicación del petróleo en el mundo”.) Envolvió un terrón de composta normal en un trapo, como el envoltorio de un vagabundo, y lo metió en agua. Luego, agregó melaza al brebaje para enriquecerlo.
Después de un par de días, arrojaría este caldo marrón sobre la hortaliza para enriquecer el suelo con bacterias benéficas.
Al menos ése era el concepto. Una semana después del taller, le expuse estas teorías a Jeff Gillman, de 41 años, un profesor adjunto en la Universidad de Minnesota y autor de cuatro libros sobre jardinería y ambiente.
Expresó que es “un creyente de todo el concepto de la permacultura”. Sin embargo, no lo convence el té de composta porque lo considera “una locura”. Dispersar unos cuantos microbios extraños en un mar de tierra, dijo, es como lanzar en paracaídas a 10,000 personas en toda la extensión del Sahara. No sobrevivirían.
La composta normal, la cosa sólida del basurero del patio trasero, “ya debería contener todos los microbios benéficos para el suelo”, indicó. Y si no es así, “los microbios benéficos se integran muy pero muy rápido”.
Como observó Weiseman, la permacultura puede ser un “salto de fe”. Sin embargo, no dar el salto podría tener sus propias consecuencias.
Empezando con Mollison, los permaculturistas han pronosticado un futuro cercano de escasez en los recursos. “No sólo petróleo elevado”, dijo Weiseman, “sino agua elevada, tierra elevada”.
Y las noticias, con su vehemencia hacia el declive económico y la catástrofe ecológica, alimentan las profecías. En esta distopía que se avecina, la permacultura no será una opción de estilo de vida, sino una necesidad.
“Sabemos lo que es correcto”, dijo Weiseman. “Sabemos lo que es mejor. Sentimos esta cosa en los huesos y el corazón. Y está rindiendo frutos”.
Sin embargo, prepararse para este destino desastroso en San Francisco, dijo Cody, no es lo que atrae al grupo de almas ocupadas a palear estiércol de caballo una lluviosa mañana de sábado. A los 12 principios centrales de la permacultura, entonces, Cody agregó el 13: “Si no es divertido, no es sustentable”.
En otras palabras, ¿para qué lamentar el deceso eventual de nuestras manzanas de oficinas y granjas industriales, cuando se puede hacer una fiesta en este momento, en tu propio jardín trasero?
Leer más: Sociedad, New York Times, The New York Times, The New York Times News Syndicate, Michael Tortorello

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