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domingo, 11 de marzo de 2012

PERSONAJE ¿El amante uruguayo de Lorca? El escritor uruguayo Enrique Amorim es responsable de dos enigmas: su relación íntima con Lorca y el paradero

PERSONAJE
¿El amante uruguayo de Lorca?
El escritor uruguayo Enrique Amorim es responsable de dos enigmas: su relación íntima con Lorca y el paradero de sus restos mortales.
¿Verdad o una ficción urdida por alguien empeñado en pasar a la historia?
SANTIAGO RONCAGLIOLO 11 MAR 2012 - 00:48 CET7
Archivado en: Federico García Lorca Escritores Gente Cultura Sociedad

UN GOLPE DE EFECTO Enrique Amorim, a la izquierda, junto a Federico García Lorca. El escritor uruguayo se relacionó con numerosos artistas y fue un especialista en convertir sus invenciones en portentosas realidades que hacían difícil distinguir qué era verdad y qué hacía creer que lo era. Su relación con Lorca es uno de esos misterios. / GRUPO ALCALÁ

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Hace exactamente dos años, los representantes de una pequeña casa editorial andaluza contactaron conmigo para ofrecerme un proyecto: un libro por encargo sobre el escritor uruguayo Enrique Amorim.

Amorim había sido amigo de importantes artistas del siglo XX, desde Picasso hasta Walt Disney, y había construido el primer monumento del mundo a la memoria de Federico García Lorca. Su vida podía alimentar una simpática crónica de época. Pero su nombre era desconocido fuera de su país, la investigación se prometía cara, y yo no veía una buena razón para emprenderla. Los editores, en cambio, se mostraban muy interesados en el proyecto. Solo después de varias conversaciones admitieron por qué:

–Tenemos importantes indicios de que debajo del monumento de Amorim se esconde el cadáver de García Lorca.

Al principio pensé que esos hombres estaban locos. Después acepté.

El misterio del monumento. El monumento a García Lorca situado en la ciudad uruguaya de Salto tiene forma de lápida y lleva como epitafio los versos de Machado que piden una tumba para el poeta. Está diseñado siguiendo las instrucciones de esa tumba, “de piedra y sombra”, sobre una fuente “donde llore el agua”. Para su inauguración, en 1953, Amorim movilizó a la población de la localidad, que fue llevada en autobuses. E incluso a cuerpos de seguridad, que rindieron honores de Estado al poeta. La actriz republicana Margarita Xirgu representó escenas de Bodas de sangre. La ceremonia era tan fúnebre que los pescadores de la zona se acercaron a darle el pésame a la actriz pensando que era la madre del difunto. Y el anfitrión Amorim subrayó el efecto al declarar en su discurso:

–Aquí, en un modesto pliegue del suelo que me tendrá preso por siempre, está Federico…

También agradeció a su pueblo salteño “lo que intuyes, lo que adivinas…”.

"Si en efecto bajo el monumento de Salto yacen los restos del poeta, Amorim habrá conseguido pasar a la historia. Pero si no, también"
Y detrás del monumento a García Lorca enterró una caja blanca. De las proporciones de un osario, las cajas donde se colocan los huesos cuando el cuerpo pierde su consistencia, entre cinco y diez años después del deceso.

Durante los años siguientes, Amorim se esmeró en dar a conocer el monumento por el mundo. Logró que un periódico francés le dedicase un suelto, y poco más. En su correspondencia privada se guardan cartas de amigos que celebran el “desusado” monumento. Uno de ellos se confiesa asombrado por lo que Amorim ha hecho con él, y añade:

–¡Qué grandiosamente bárbaro eres!

Otro le jura, antes de un viaje a la España de Franco, que no venderá el secreto del monumento de Salto, que lleva “en su corazón”.

Tras la muerte de Amorim, su esposa llevó flores al monumento todos los años y se negó a responder a sus asistentas qué había en la caja enterrada en el monumento. El rumor dice que es el cadáver de García Lorca. Pero nadie se atreve a confirmarlo frente a un micrófono.

De la ficción a la realidad. Indudablemente, Amorim dejó las pistas repartidas para que alguien descubriese su secreto. Y sin duda acertó. Cincuenta años después de su muerte, hubo quien siguió los indicios y me llamó para investigarlos. De haberme limitado a reunirlos, yo me mostraría bastante seguro de haber dado con el cuerpo.

Sin embargo, las investigaciones posteriores me revelaron un dato inquietante: Amorim dejaba indicios falsos por todas partes. Más aún, era un genio de la impostura, un estratega de la ambigüedad y un hombre capaz de convertir sus ficciones en persuasivas realidades.

Su “poder” se hizo visible desde sus inicios como escritor. En su primer libro, de 1923, publicó un relato realista llamado Las quitanderas, protagonizado por unas prostitutas ambulantes inventadas por él mismo. La crítica adoró el cuento –aunque destrozó el resto del libro–, y la figura de las quitanderas se popularizó entre los lectores, que empezaron a hablar de ellas como si fuesen reales.

Algún filólogo se tomó el trabajo de desmentir con un artículo en la prensa la existencia de las quitanderas. Amorim escribió una respuesta, y la polémica puso el nombre de sus prostitutas en boca de todos.

A continuación, el pintor nacional uruguayo Pedro Figari, cronista de la sociedad de su país, les dedicó a las quitanderas una colección de cuadros. Cuando los cuadros se expusieron en París, el novelista Adolfo de Falgairolle quedó maravillado por las prostitutas ambulantes, a las que consideró reales, una especie de equivalente femenino del gaucho, y les dedicó una novela: La quitandera.

Amorim no tardó en replicar. Si en Sudamérica había tratado de demostrar que sus personajes eran reales, ahora viajó a París para defender que eran imaginarios y le pertenecían a él. Como resultado, se sirvió de la polémica en ambos países para popularizar sus historias y publicar La carreta, una versión extendida de la historia que se convertiría en su mayor éxito editorial.

En los albores de la industria editorial en español, Amorim acababa de descubrir la fuerza publicitaria de la polémica.

La fuente fantasma. En 1948, un periódico salteño publicó el siguiente titular: Reunión de líderes comunistas en Salto. Sin citar la fuente, el periódico señalaba que Enrique Amorim había acogido en su lujoso chalet a dos de los dirigentes clandestinos más connotados del Partido Comunista: el chileno Pablo Neruda y el brasileño Luis Carlos Prestes. El motivo de la reunión: fijar la estrategia del partido contra la represión de los Gobiernos sudamericanos.

La Guerra Mundial había terminado, y con ella, los Gobiernos fascistas. El nuevo enemigo global era el comunismo, y Estados Unidos exigía a los países latinoamericanos la ilegalización de los partidos respaldados por la Unión Soviética. Sendas órdenes de captura se giraron contra Neruda y Prestes. La noticia de la reunión en Salto causó conmoción en la localidad, y saltó a Montevideo y Argentina. La policía se puso en estado de alerta e incluso los bomberos establecieron patrullas. Para poder identificar a Neruda, los agentes necesitaban su fotos. Se agotaron sus libros en las librerías. Pero nadie halló rastros de la supuesta cumbre comunista.

Cuando la noticia empezaba a extinguirse, Amorim en persona publicó un artículo titulado Pablo Neruda está en mi casa. El titular debía entenderse como una metáfora. Pablo Neruda, ideológica y espiritualmente, estaba siempre con Amorim. Pero la histeria mediática era voraz, y, al parecer, nadie tenía tiempo de leer los artículos enteros. La noticia se reprodujo en Chile, Perú y Ecuador, con añadidos sobre capturas y persecuciones policiales dignas de una película.

En solo un mes, Amorim se convirtió en un símbolo del comunismo, a la altura de sus mayores figuras. Y nadie preguntó nunca por la fuente original de la noticia.

Chaplin, Picasso y alguien más. En sus memorias inéditas, Amorim no menciona el encuentro de comunistas de Salto, pero sí otra reunión secreta: la que mantuvieron Charles Chaplin y Pablo Picasso en París. Chaplin, acosado por el Gobierno de Estados Unidos, no quería encontrarse públicamente con comunistas destacados, de modo que la reunión se llevó a cabo en la intimidad de su hotel. Y esta vez Amorim describe los hechos con pelos y señales.

Según el uruguayo, la reunión empezó con frialdad, dado que los dos grandes artistas no hablaban una lengua en común. Pero Picasso y Chaplin se pusieron a hacer cabriolas y a reír y terminaron en el estudio del pintor, como grandes amigos, entre un desorden de renoirs, rousseaus y copas de vino.

Las memorias del propio Chaplin, publicadas después de la muerte de Amorim, confirman cada detalle de su descripción. Pero en vez del escritor uruguayo, señalan a otro comensal en esa mesa: nada menos que Jean Paul Sartre.

Lo más sospechoso es la descripción de Sartre según Chaplin:

–Sartre tenía la cara redonda, y aunque sus rasgos no merecen mayor comentario, poseían una sutil belleza y sensibilidad.

Esa no es la descripción de Sartre –que, entre otras cosas, era bizco y no tenía la cara redonda–. Es la de Amorim.

Chaplin añade que el encuentro fue organizado por el poeta Louis Aragon, factótum cultural del Partido Comunista en París. Aragon quería complacer a Chaplin presentándole a Sartre, pero cabe destacar que tenía un problema: su relación con el filósofo era pésima.

Ahora bien, eso no era un problema para Enrique Amorim, el hombre que había inventado la Internacional Comunista Sudamericana. Y por cierto, tampoco para el propio Aragon, que en sus días de poeta dadaísta había emitido falsos discursos radiales de… Charles Chaplin.

En un mundo sin Internet, y con la televisión en pañales, un buen artista podía jugar con la realidad.

Pasando a la historia. Con el tiempo, Enrique Amorim fue olvidado fuera de Uruguay. Ni Neruda ni sus biógrafos ni los de García Lorca –excepto Ian Gibson de modo incidental– lo mencionan. Ni siquiera mientras vivía lo tomaban muy en serio. Frecuentemente, los intelectuales lo abandonaron en momentos cruciales. Pero él estaba seguro de que el mundo lo recordaría.

Aparte de sus memorias inéditas, nos dejó un extenso archivo de prensa y su correspondencia con centenares de artistas. Su viuda se ocupó de conservar todo ese acervo y enviarlo a la Biblioteca Nacional de Uruguay para que fuese accesible al público. Ambos sabían que muchos de los temas documentados en ese archivo –como la homosexualidad de Jacinto Benavente y Federico García Lorca, o los manejos del Partido Comunista– no podían ventilarse en los años cincuenta. Pero llegaría el momento de darles luz y taquígrafos.

Uno de esos temas es el del monumento a García Lorca, y la posibilidad de que fuese en realidad un sepulcro. Amorim dejó escrito que había sido amante del poeta granadino, algo que la familia García Lorca no confirma. Y añadió que a Federico lo habían matado por su culpa, algo que es a todas luces falso. Ante un maestro de la simulación como él, resulta difícil distinguir qué quiso hacernos creer, qué creía de verdad y qué es verdad.

Si en efecto bajo el monumento de Salto yacen los restos del poeta, Amorim habrá conseguido pasar a la historia. Pero lo curioso es que si no, también. La sola posibilidad de que estén ha motivado un libro que lo saca del olvido, y me ha tocado a mí escribirlo. Y el libro va mucho más allá. El amante uruguayo (editorial Alcalá) es un retrato de cómo se forjó el arte del siglo XX, y en particular de cómo fue alterado por la guerra civil española. Es un retrato contado desde la perspectiva del personaje que no aparece en las fotos, del que los artistas nunca reivindicaron, y por eso mismo podría ser la última burla, el sarcasmo final de un hombre que convertía sus invenciones en portentosas realidades.

EL PAIS DE ESPAÑA
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